miércoles, 8 de octubre de 2008

::“El deseo del analista como sostén del lugar del analista en la transferencia”

MAGDA BOGGINO

“…si el analista realiza algo así como la imagen popular,
o también la imagen deontológica, de la apatía,
es en la medida en que está poseído por un deseo más fuerte
que aquellos deseos de los que pudiera tratarse,
a saber, el de ir al grano con su paciente,
tomarlo en sus brazos o tirarlo por la ventana.”[1]
Jacques Lacan.


El presente trabajo es el resultado de la labor realizada durante todo el año para la materia Psicología Clínica I. Ésta consistió en la realización de un cártel que giró en torno al tema del deseo del analista, uno de los puntos de la unidad temática número 5 del programa vigente de dicha materia.

Los conceptos psicoanalíticos conllevan estructuralmente la dificultad, sino la imposibilidad, de ser definidos, lo cual acarrea enormes dificultades para la transmisión de dicha teoría. No es una excepción lo que Jacques Lacan nombra como “deseo del analista”, concepto central para pensar la práctica clínica y la dirección de la cura psicoanalítica en ella. Así, a partir de la lectura y la puesta en común con otros que se interesaban por este concepto, la pregunta ¿qué es el deseo del analista? devino, en mi caso particular, en ¿qué lugar debe ocupar el analista en la transferencia? ¿Qué hace que se pueda sostener en dicho lugar? Para responder a estas preguntas debemos intentar cercar de qué hablamos, desde la teoría lacaniana, cuando decimos transferencia, deseo, dirección de la cura, para luego poder ponerlos en relación con el deseo del analista.
Para el psicoanalista, en su clínica, no hay ningún más allá al que pueda remitir aquello por lo cual se siente autorizado a ejercer su función. El valor que obtiene del paciente en el análisis es, sin embargo, inestimable; es la confianza de un sujeto junto con los resultados que ella entraña por las vías de cierta técnica. Pero el psicoanalista debe preguntarse qué significa esta confianza, en torno a qué gira el movimiento por donde conduce a su paciente. Este punto es el que Lacan designa como deseo del psicoanalista.
Lacan comienza el Seminario 8 anunciando que va a trabajar, como lo indica el título del mismo, la transferencia, adentrándose en el tema desde la perspectiva del amor, ya que en el análisis, es una de las primeras formas en que la misma se manifiesta. Para ello comienza a trabajar el diálogo platónico que habla de este tema por excelencia, El Banquete. Comienza por aquí porque en este diálogo Sócrates afirma no saber nada en absoluto, excepto saber reconocer qué es el amor, dónde está el amado y dónde está el amante.
El tema del simposio que se desarrolla en el diálogo platónico es, entonces, ¿para qué sirve ser sabio en el amor? Pero del amor que se hablará es del amor griego, es decir, el amor de los jóvenes bellos. Se trata, para Lacan, de algo puro que se expresa naturalmente y permite articular lo que ocurre en el amor en la pareja formada por el amante y el amado, siendo el amante el sujeto del deseo, y el amado, el único que, en dicha pareja, tiene algo. Entonces, lo que caracteriza al amante es esencialmente lo que le falta, aunque no sabe qué le falta. Y por otra parte el amado ha sido caracterizado siempre como el que no sabe lo que tiene, lo que tiene escondido y que constituye su atractivo.
En la tercera clase del seminario Lacan caracteriza al amor como un significante, y en tanto tal, como una metáfora. “La significación del amor se produce en la medida en que la función del amante, como sujeto de la falta, se sustituye a la función del objeto amado, ocupa su lugar.”[2] Hay así una sustitución de significantes que introduce el orden metafórico en la significación del amor.
Pero entre estos dos términos, entre amado y amante, no hay ninguna coincidencia, pues lo que le falta a uno no es lo que tiene escondido sin saber el otro. Ese es el problema del amor, esa hiancia, esa discordancia. Por ello el amor conlleva como condición intrínseca la dimensión del engaño. En relación con esto, en el Seminario 11 “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Lacan introduce dentro del fenómeno de la transferencia la dimensión del engaño posible. En el análisis la posibilidad es que el engañado sea el Otro, en la medida en que si hay un fenómeno en el que el engaño juega un papel fundamental es en el amor. Persuadimos al otro de que tiene aquello que puede completarnos para asegurarnos de poder seguir ignorando lo que nos falta.
En el diálogo platónico hay, en una parte del discurso, un corrimiento desde el amor al deseo, en el momento en que Sócrates interroga a Agatón si el amor es o no amor de algo. Con este “amor de…” se introduce, para Lacan, el registro del deseo. Sócrates afirma en el diálogo que el amor es siempre de algo que no se tiene, ya que uno nunca ama o desea aquello que se posee o que se es. Allí Sócrates ha introducido la cuestión de la falta en el centro de la cuestión sobre el amor. Y la falta es lo que constituye, relanza todo el tiempo, el deseo. En el discurso que Sócrates evoca cuando es su turno de hacer el elogio del amor, el de Diótima, de lo que se trata en todo momento es de la “función metonímica en el deseo. De esto se trata en su discurso - de algo que está más allá de todos los objetos, que está en el pasaje de una determinada aspiración y una determinada relación, la del deseo, a través de todos los objetos y hacia una perspectiva sin límite.”[3] Se trata del deseo y su relación con los objetos, que se desplazan metonímicamente en la cadena significante en calidad de objetos siempre sustituibles el uno por el otro. La doctrina freudiana implica así el deseo en una dialéctica, porque está suspendido en forma de metonimia de una cadena significante, que es en cuanto tal constituyente del sujeto. En lo que concierne al deseo se trata de que el sujeto conserva una cadena articulada fuera de la conciencia.
En el recorrido de “El Banquete”, Lacan ubica en el elogio que hace Alcibíades de Sócrates, al objeto a, objeto del deseo, como ágalma. Alcibíades dice de Sócrates que es un silenio, que en la industria de la Grecia Antigua era un embalaje, una forma de presentar algo. Y que en su interior Sócrates lleva unos agálmata, en plural, unos objetos brillantes, galantes, tan preciosos que son capaces de capturar la atención divina. Estos agálmata provocan una subversión, te hacen caer bajo la voluntad de quien los posee, ya que para Alcibíades aquello que se convierte en deber es todo lo que a Sócrates se le plazca ordenar. En este punto Lacan se pregunta si esto no se relaciona con la magia del Che vuoi?, con la clave esencial del sujeto que gira en torno a saber si hay un deseo que sea verdaderamente la voluntad del Otro. Y la respuesta a esa pregunta de qué es lo que quiere el Otro es el fantasma. Ese a, objeto agalmático, es el objeto del fantasma, ante el cual el sujeto desfallece, aparece como radicalmente escindido, $.
Para Lacan de lo que verdaderamente se trata en relación con estos agálmata es de la función que el psicoanálisis ha descubierto bajo en nombre del objeto parcial, y del hallazgo que hay allí acerca del aspecto fundamentalmente parcial del objeto como eje, clave, del deseo humano. Este objeto del deseo culmina para cada quien en la frontera que Lacan ha introducido como la metonimia del discurso del inconciente. Pero este objeto, sea cual fuera, pecho, heces, falo (unos años después Lacan agregará a los objetos de la pulsión la mirada y la voz), es siempre un objeto parcial.
En este elogio que hace de Sócrates Alcibíades, este último relata una tentativa de seducción, de acercamiento carnal, que él de joven tuvo para con Sócrates. Lo sorprendente, y aquello que todavía le reprocha Alcibíades, es que, a pesar de que en ese momento él era el amado de Sócrates por todos conocido, él, Sócrates, lo rechace. Para Lacan “que Sócrates se niegue a entrar en el juego del amor va estrechamente ligado a lo que se plantea al principio como punto da partida – que él sabe. Sabe qué está en juego en las cosas del amor, incluso es, nos dice, lo único que sabe. Y nosotros diremos que si Sócrates no ama es porque sabe.”[4]
Lo que ha intentado manifestar Alcibíades con su tentativa de seducción es que Sócrates es, respecto a él, esclavo del deseo, que le está sometido por el deseo. El deseo de Sócrates, aunque él lo conoce, ha querido verlo manifestado en su signo, para saber que el otro, objeto, ágalma, estaba a su merced. Con esto se desvela el último resorte del deseo, cuyo objetivo es la caída del Otro, A, a otro, a.
¿Por qué Sócrates no accede a la petición de Alcibíades, siendo éste el objeto de su amor? Porque rechaza mostrarle algo que eleva las cosas a otro sentido: la metáfora del amor. Sócrates se niega a admitirse como amado, rechaza haber sido deseable, lo que es digno de ser amado. Se niega a sustituir su ser amante por ser amado porque considera que no hay en él nada deseable. Su esencia es el vacío, el hueco, es su posición central. Es la ignorancia, el no saber constituido como tal, como vacío, como llamada del vacío en el centro del saber. Aquel que figura “lo lleno” en el diálogo, así nos lo es presentado por Platón en boca de Sócrates al comienzo del mismo, es Agatón, quien es en ese momento el amado de Sócrates.
En efecto, cuando Alcibíades termina este elogio, este relato de cómo fue rechazado por Sócrates a pesar de ser amado por el, éste último le responde con un saber que puede leer en él, en lo que ha dicho; es algo que sabe Sócrates, no Alcibíades. Al final de su discurso, Alcibíades le dice a Agatón que no se deje engañar por Sócrates como a él le pasó; se lo dice de manera accesoria. Para Lacan, Sócrates hace una verdadera interpretación de esto, en el sentido psicoanalítico. Le dice “todo lo que has dicho para mi, en realidad lo has estado diciendo para Agatón”. “Lo que dice Sócrates es que Agatón estaba presente como objetivo en todas las circunlocuciones de Alcibíades, y que todo su discurso se iba enroscando alrededor de él. Como si tu discurso […] no hubiera tenido otro objetivo - ¿cuál, sino enunciar que yo estoy obligado a amarte a ti y a ningún otro, y que Agatón, por su parte, lo está a dejarse amar por ti y por nadie más?”[5] Lo que le permite a Lacan el análisis de El Banquete es situar, con esta escena entre Sócrates y Alcibíades, lo que sucede en la relación de transferencia entre el analizado y el analista. En la medida que Sócrates desea, sin saberlo, el deseo del Otro es que designa el amor expresado por Alcibíades como amor de transferencia y lo remite a su verdadero deseo.
Siguiendo esta ilación teórica, Lacan define la transferencia en este Seminario como algo parecido al amor, algo que lo pone en tela de juicio al haber introducido en él como dimensión esencial, su ambivalencia. En el análisis el sujeto parte al encuentro de lo que tiene y no conoce, y va a encontrar aquello que le falta. La forma en que se articula lo que encontrará en análisis es la de aquello que le falta, es decir, su deseo. Pero este deseo no es un bien en ningún sentido del término. Tampoco se trata de la posesión de un objeto, sino de la emergencia del deseo en cuanto tal. En relación a esta forma de pensar la dirección del análisis, el analista debe alcanzar ciertas coordenadas para ocupar el lugar que le corresponde, “definido como aquel que le debe ofrecer, vacante, al deseo del paciente para que se realice como deseo del Otro.”[6] De lo que se trata en análisis es de sacar a la luz la manifestación del deseo en el sujeto a través de ese lugar que ofrece y hace funcionar sobre sí el analista.
Por el sólo hecho de que se instaure la transferencia, el analista está implicado en la posición de ser aquel que contiene el ágalma, el objeto fundamental que está en juego en el análisis del sujeto, en cuanto condicionado por aquello que es el punto de vacilación del sujeto, aquello que constituye el fantasma fundamental, el lugar donde el sujeto puede fijarse como deseo. Pero el analista no debe apurarse a comprender en seguida de que se trata en cada caso. Sólo en la medida en que sabe qué es el deseo, pero no sabe lo que desea ese sujeto en particular, está en posición de tener en él el objeto de dicho deseo.
En la transferencia se da para Lacan la metáfora del amor, en la medida en que el paciente es introducido desde el comienzo como digno de interés y de amor; es por él por quien el analista está allí. Pero hay un efecto latente vinculado a su insciencia de aquello que es el objeto de su deseo de modo estructural. Este objeto está ya en el Otro, lugar que es ocupado por el analista en el comienzo del análisis, en la medida que el paciente lo ubica como aquel que posee un saber sobre lo que le pasa. En consecuencia está ya constituido como amante, deseante de ese Otro, y se cumple la condición de la metáfora, del fenómeno del amor, la sustitución en el paciente del amado por el amante. Esto es lo que se produce en el inicio el análisis como amor de transferencia.
En este punto es donde entra a jugar para Lacan el deseo del analista y su responsabilidad. Para que la situación pueda desarrollarse basta con que el analista pueda situar aunque sea un instante en su paciente, sin saberlo, su propio objeto de deseo, su ágalma.
Pero en tanto es llamado a ocupar el lugar del Otro para el paciente, lugar del código, el único símbolo que puede dar el analista es el de la falta de significante, símbolo que no se soporta porque provoca la más indecible angustia. Pero es también el único que es capaz de hacer acceder al otro a lo que es la naturaleza del inconciente. Este símbolo es Phi mayúscula, símbolo del lugar donde se produce la falta de significante.
Ahora bien, no hay significante que falte. En toda lengua se puede expresar todo, y lo que no se expresa no será sentido ni subjetivado. La falta de significante empieza a aparecer en la dimensión subjetiva de la pregunta. La pregunta fundamental, a la que llega todo niño cuando empieza a preguntar, y a la que se llega en todo análisis es “¿Qué soy yo?”. Pero esta pregunta se encuentra formulada desde el principio en el campo del Otro; es la forma develada por la experiencia analítica del “¿Qué me quieres?”. Aquí es donde interviene la falta de significante en la que está en juego Phi mayúscula. Pero este signo se nos aparece siempre como velado. Es el signo más seguro del deseo, pero es el que vacía al deseo en cuanto tal, ya que la aparición del falo en su presencia real detiene toda la remisión de la cadena de los signos y los devuelve a la sombra de la nada. Es decir, en la medida que se da la aparición del falo en lo real, se detiene el deslizamiento por la cadena metonímica y el resto de los objetos se revelan como lo que en realidad son, meros espejismos, objetos sustituibles.
Ahora bien, el deseo del sujeto, en la teoría lacaniana, es el deseo del Otro; el deseo sólo se puede situar, ponerlo y comprenderlo, en esta alienación vinculada a la relación con el lenguaje. Como analistas, “…para cumplir con la búsqueda del objetivo, a saber, el de lo que desea ese otro que viene a nuestro encuentro, es preciso que en este punto nos prestemos a la función de lo subjetivo, que podamos de alguna manera, por un tiempo, representar, no […] el objeto al que apunta el deseo, de ningún modo, sino el significante. Es preciso que mantengamos vacío el lugar adonde es llamado aquel significante que sólo puede ser anulando a todos los demás, aquel Phi mayúscula... […]…hay que saber ocupar su lugar, en la medida en que el sujeto tiene que poder localizar allí el significante faltante.” “…en el horizonte de lo que es nuestra función en el análisis estamos allí como ello – ello, precisamente, que calla, y que calla en lo que falta en ser. Somos en último término, en nuestra presencia, nuestro propio sujeto, en el punto donde éste se desvanece, donde está tachado. Por eso podemos ocupar el propio lugar donde el paciente, como sujeto, a su vez, se borra y se subordina a todos los significantes de su demanda.”[7] Es decir, el analista debe encarnar ese lugar de Phi mayúscula, del significante que falta, lugar donde se borra como sujeto, para relanzar el discurso del paciente haciendo que salgan a la luz los significantes que lo representan como deseante.
Esto debe producirse no solamente en el plano de la regresión, de los juegos significantes del inconciente, sino también en el plano del fantasma. Es en este lugar en el cual el sujeto desfallece frente a un objeto privilegiado, en la degradación imaginaria del Otro. En la transferencia es preciso que seamos ese $ (sujeto barrado, escindido y en tanto tal, deseante) del fantasma, y así ser aquel que puede ver el objeto del fantasma, el objeto del deseo del Otro, el a.
El lugar del analista, en tanto podemos definirlo en y por el fantasma como $, es el lugar del deseante puro. Para sostener este lugar es necesario que el sujeto se abstraiga él mismo de la relación con el otro, de cualquier suposición de ser deseable. Es el lugar que encarna Sócrates al rechazar la tentativa de Alcibíades de ver el signo del deseo. Este lugar del deseante es inarticulable en el lenguaje, porque ni bien el sujeto dice algo pasa al registro de la demanda; en palabras de Lacan, se transforma nada más que en un pedigüeño.
Ahora bien, la transferencia puede pensarse desde dos perspectivas: desde el amor de transferencia, tal como se ha hecho hasta este punto, o desde la repetición en análisis. En el Seminario 8, desde esta segunda perspectiva, Lacan postula que la realidad de la transferencia es la presencia del pasado, pero es la presencia en acto, es una reproducción. Y si esta reproducción es una reproducción en acto hay en la transferencia algo creador, ya que en ella el sujeto fabrica, construye algo. Así, la transferencia se nos aparece como una ficción, pero esta ficción es para alguien. Y si no se puede decir inmediatamente para quien es, es porque “él no lo sabe” (el paciente). Hay fenómenos psíquicos que se producen, se desarrollan, se construyen para ser escuchados por el Otro que está allí aunque no se sepa. Aunque no se sepa que están ahí para ser escuchados, y escuchados por Otro. Es inseparable del fenómeno de la transferencia el hecho de que se manifiesta en la relación con alguien a quien se le habla.
Lacan, en el Seminario 11 continúa trabajando la transferencia desde esta lógica, de la repetición, y retoma lo que dice Freud en “Más allá del principio de placer”. Allí Freud presenta la transferencia diciendo que lo que no puede ser rememorado se repite en la conducta, la cual, para revelar lo que repite, se ofrece a la reconstrucción del analista. Allí da una definición de transferencia, que podemos considerar paradigmática. Dice “…la transferencia es la puesta en acto de la realidad del inconsciente.”[8], sin olvidar aquello que Freud marcó como consustancial con la dimensión del inconsciente, a saber, la sexualidad. Es decir, la realidad del inconsciente es una realidad siempre sexual.
El peso de esta realidad sexual se inscribe en la transferencia, deslizándose, velada, bajo lo que ocurre en el discurso analítico, que resulta ser, al ir cobrando forma, el discurso de la demanda, que es lo primero que aparece en el análisis. Con el análisis debe revelarse lo tocante al punto nodal por el cual el inconsciente se vincula con la sexualidad, es decir, el deseo. Éste se sitúa en la dependencia de la demanda, la cual, por articularse con significantes, deja un resto metonímico que se desliza por debajo, un elemento insatisfecho, imposible, no reconocido, que se llama deseo. Así, Lacan intenta “…figurar el deseo como lugar de empalme del campo de la demanda, donde se presentifican los síncopes del inconsciente, con la realidad sexual.”[9] Es decir que por el encuentro, el entrelazamiento, de ese campo de lo que el niño demanda a su madre, y su sexualidad que hace que esa demanda nunca pueda ser del todo satisfecha, se da el surgimiento del deseo como aquello que queda siempre como resto de insatisfacción. Pero Lacan advierte aquí que, en lo referente a la transferencia, del deseo del que se trata, es el deseo del analista.
Siguiendo con esta línea de pensamiento, en “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Lacan afirma que el lugar del deseo en la dirección de la cura debe orientarse con relación a los efectos de la demanda. Si el analista responde a la demanda del paciente, ya sea de manera frustrante o gratificante, lo que hace es reducir en el análisis la transferencia a la sugestión.
La transferencia es sugestión, pero que se ejerce a través de una demanda particular, la demanda de amor, que no es demanda de ninguna necesidad. Y esta demanda se constituye como tal sólo a partir de que el sujeto es sujeto del significante. Pero no hay que confundir la identificación con el significante de la demanda y la identificación con el objeto de la demanda de amor, que es una regresión. Esta identificación con el objeto como regresión es lo que permite salir de la sugestión, ya que abre la transferencia, que es el camino por donde podrán denunciarse las identificaciones que, deteniendo la regresión, le marcan el paso.
En el mismo escrito, Lacan se pregunta hacia dónde se dirige la cura. Intentando responder a su pregunta afirma que puede bastar con interrogar los medios que se utilizan en el análisis para definir la dirección de la cura. Dice “observemos:
1. Que la palabra tiene en ella todos los poderes, los poderes especiales de la cura;
2. Que estamos bien lejos por la regla [fundamental] de dirigir al sujeto hacia la palabra plena, ni hacia el discurso coherente, pero que lo dejamos libre de intentarlo;
3. Que esa libertad es lo que más le cuesta tolerar;
4. Que la demanda es propiamente lo que se pone entre paréntesis en el análisis, puesto que está excluido que el analista satisfaga ninguna de ellas;
5. Que puesto que no se pone ningún obstáculo a la confesión del deseo, es hacia eso hacia donde el sujeto es dirigido e incluso canalizado;
6. Que la resistencia a esa confesión, en último análisis, no puede consistir aquí en nada sino en la incompatibilidad del deseo con la palabra.”[10]
Resulta interesante rescatar, ya que se encuentra en la misma línea de pensamiento con lo hasta aquí trabajado, la dirección de la cura que estos puntos proponen. Ésta consiste en postular que lo que cura es la palabra, pero no la palabra plena, llena de significación, ni el discurso coherente. No es hacia allí hacia donde debe dirigir el analista al analizante. Tampoco debe, como ya se ha mencionado, responder afirmativa ni negativamente a su demanda. La cura debe dirigirse hacia la confesión del deseo de ese paciente, y, en última instancia, su inconfesión es producida por el hecho estructural de que no todo puede ser dicho, tampoco la verdad del deseo.
La transferencia es un fenómeno esencial, ligado al deseo como fenómeno nodal del ser humano. En cuanto hay un sujeto al que se le supone saber, en cuanto esta función sea encarnada por alguien, analista o no, hay transferencia. Así, el analista puede ocupar este lugar sólo desde el momento en que se establece la transferencia, no desde el inicio del análisis. En realidad no hay ningún saber en juego aquí, el analista no tiene saber sobre lo que le pasa a su paciente, sino que el sujeto, el analista, entra en juego al suponérsele un saber por el mero hecho de ser sujeto de deseo. A partir de aquí entra en juego el efecto de transferencia, el amor. Y todo amor se ubica en el campo del narcisismo: amar es esencialmente querer ser amado. El paciente se introduce en la relación analítica a través de la demanda de amor.
Si bien el discurso del paciente en la transferencia se formula como demanda, el analista debe ir detrás del deseo inconsciente de ese sujeto y el eje de este movimiento será el deseo del analista. Este punto únicamente es articulable por la relación del deseo con el deseo, en tanto el deseo del hombre es siempre el deseo del Otro. Su deseo se constituye como tal a nivel del deseo del Otro y como deseo del Otro.
El amor interviene aquí en su función esencial, la del engaño. Es un efecto de transferencia, pero en su fase de resistencia. La paradoja es que el analista no puede interpretar antes que se produzca este efecto de transferencia, pero sabe que es este mismo efecto lo que hace que el paciente se cierre al efecto de la interpretación. Así, no hay que confundir la transferencia con una transmisión de poderes desde el inconsciente del sujeto al Otro. La misma es esencialmente resistente, es el medio por el cual se interrumpe la comunicación del inconsciente, por el que el inconsciente, pensado aquí como esa apertura evanescente que se produce en un lapsus, un chiste, se vuelve a cerrar. La transferencia no es ese momento de transmisión de poderes del inconsciente, sino, por el contrario, su cierre.
Ahora bien, en el final del análisis, lo que comúnmente se nombra como liquidar la transferencia, tiene que ver para Lacan con la liquidación permanente de ese engaño con el cual la transferencia tiende a ejercerse en el sentido del cierre del inconsciente. Es el mecanismo mediante el cual el sujeto se hace objeto amable, y a partir de la referencia a aquel que debe amarlo, intenta inducir al Otro a una relación de espejismo en la que lo convence de ser amable.
La identificación viene a jugar aquí el papel de soporte a la perspectiva del sujeto en el campo del Otro, dónde la identificación especular procura satisfacción. En el punto del Ideal del yo el sujeto se verá como visto por el otro, lo que le permitirá sostenerse en una relación dual satisfactoria. Pero en esta faz engañosa del análisis se produce como paradoja el descubrimiento del analista, y el sujeto, cuando comienza a hablarle al analista, lo hace en el nivel de la demanda. Pues bien, subyacente a toda demanda siempre encontramos a la pulsión en su relación con el objeto parcial, a. En el análisis “…la maniobra y la operación de la transferencia han de regularse de manera que se mantenga la distancia entre el punto donde el sujeto se ve a sí mismo amable y ese otro punto donde el sujeto se ve causado como falta por el objeto a y donde el objeto a viene a tapar la hiancia que constituye la división inaugural del sujeto.”[11]
“Si la transferencia es aquello que de la pulsión aparta la demanda, el deseo del analista es aquello que la vuelve a llevar a la pulsión. Y, por esta vía, aísla el objeto a, lo sitúa a la mayor distancia posible del I, que el analista es llamado por el sujeto a encarnar. El analista debe abandonar esta idealización para servir de soporte al objeto a separador...”[12] Es decir, que a través del deseo del analista, porque el analista posee ese deseo, puede conducir al paciente hasta esos significantes primordiales que lo definen como sujeto de la pulsión, que tienen que ver con la metonimia de su deseo. Y en la medida en que este objeto a motoriza este discurso, el analista debe encarnarlo, ser nada más que esa hiancia para que el paciente descubra la realidad de su deseo a través de su discurso.
Así, para Lacan, son estos significantes primordiales los que deben salir a la luz en el análisis, para confrontar al sujeto con el punto en el cual desfallece como tal, ante el objeto de su fantasma, el objeto a, en su posición subjetiva particular. “El deseo del analista… […]…es el deseo de obtener la diferencia absoluta, la que interviene cuando el sujeto, confrontado al significante primordial, accede por primera vez a la posición de sujeción de él.”[13]

A modo de conclusión se puede decir que, si la dirección de la cura debe llevar al analizante a descubrir los significantes últimos de su postura deseante, su posición en el fantasma como sujeto dividido, $, en relación con su objeto de deseo, su a, su diferencia absoluta, el deseo del analista es lo que guía al analista en esta empresa, haciendo de su trabajo su pasión.








BIBLIOGRAFÍA:

Evans, Dylan; “Diccionario introductoria de psicoanálisis lacaniano”; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2007.
Kuri, Carlos; “Introducción al psicoanálisis”; Homo Sapiens Ediciones; Rosario; 1999.
Lacan, Jacques; “El seminario. 8 La transferencia”; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2006.
Lacan, Jacques; “El seminario. 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2005.
Lacan, Jacques; “Escritos 2”; Siglo veintiuno editores S.A.; Buenos Aires; 2005.
Platón; “El Banquete”; Editorial Gradifco; Buenos Aires; 2007.

[1] Lacan, Jacques; “El seminario. 8 La transferencia”; Pág. 214; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2006.
[2] Lacan, Jacques; “El seminario. 8 La transferencia”; Pág. 51; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2006.
[3] Ibídem; Pág. 153.
[4] Ibídem; Pág. 181.
[5] Ibídem; Pág. 186.
[6] Ibídem; Pág. 125.
[7] Ibídem; Pág. 304, 305.
[8] Lacan, Jacques; “El seminario. 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.”; Pág. 152; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2005.
[9] Ibídem; Pág. 163.
[10] Lacan, Jacques; “Escritos 2”; Pág. 621; Siglo veintiuno editores S.A.; Buenos Aires; 2005.
[11] Lacan, Jacques; “El seminario. 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.”; Pág. 278; Editorial Paidós; Buenos Aires; 2005.
[12] Ibídem; Pág. 281.
[13] Ibídem; Pág. 284.

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